Quiero hablaros hoy de una fotógrafa que personalmente me
encanta, por sus retratos inocentes y llenos de romanticismo. Aunque nació y vivió
durante el siglo XIX, tiene una sensibilidad increíblemente actual. Se trata de
de la inglesa Julia Margareth Cameron. Su obra destaca por los retratos de
corte artístico, pues la fotografía era en su época todavía un arte reciente y
presentaba una gran influencia de los pintores anteriores. Y tomad nota: la
famosa escritora Virginia Woolf era su sobrina nieta. Sin duda se trataba de
una familia de mujeres adelantadas a su época y muy creativas.
Desde pequeña, Julia Margareth
tuvo una educación elitista, pues aunque nació en la India, por entonces colonia
británica, estudio en Paris e Inglaterra. Curiosamente, la habilidad que la haría famosa empezó en su
caso bastante tarde, cuando con 48 años, su hija le regalo una cámara de fotos,
un aparato por aquel entonces todavía muy exclusivo, y porque tanto se
enmarcaba perfectamente en su vida de aristócrata ociosa. Poco sabía ella
entonces que hobbie seria lo que la haría pasar a la posteridad.
Os pongo varias imágenes para que podáis comprobar el estilo
de la autora: como veis, se trata de fotos que parecen nacer de entre las
brumas, también como consecuencia de la técnica fotográfica del momento, y que
se mueven entre imagen y pintura. Son además estampas con un cierto halo de
romanticismo y misticismo que me encanta. Si os fijáis, algunas de ellas
parecen retratos del Renacimiento o incluso vírgenes, pues efectivamente, la
pintura renacentista y la Biblia fueron influencias directas para ella. Cameron
aspiraba a convertir la fotografía en arte y a vincularla con la poesía y la
belleza ideal.
Era una artista muy perfeccionista: repetía las copias una y
otra vez hasta que se sentía satisfecha, algo que por supuesto en esa época, en
la que la fotografía era extremadamente cara, solamente se podía hacer con los
amplios recursos económicos de los que ella disponía. Y a diferencia de otros contemporáneos,
jamás retocaba sus negativos, lo que hace que su producción tenga un toque
autentico que ha llegado hasta nuestros días. Imaginaos si se concentraba en su
trabajo, que a pesar del alto status social del que gozaba, a menudo terminaba
convertida en una especie de ermitaña, sucia y descuidada en el vestir.
A cambio creaba retratos, como estos que ilustran mi post,
de una enorme fuerza, en los que parece que intuimos no solamente la parte
externa de sus personajes, sino también rasgos de su psicología. Son obras de
una belleza increíble, que transmiten paz y tranquilidad. Su sello artístico fundamental
es el flou, esa falta de nitidez de la que antes os hablaba. Se cree que,
curiosamente, descubrió por azar esa técnica, el enfoque intencional, que dota
a sus retratos de un aspecto muy peculiar y diría que hasta poético. Muchos fotógrafos
de la época criticaban justamente que, pudiendo aprovechar las mejoras técnicas
de la cámara, ella siguiese creando esos retratos desenfocados, pero yo creo
que la expresividad y la estética de sus imágenes son innegables.
Artistas, mujeres desconocidas, niños, hombres de severo
rostros… se cuentan entre sus retratados más habituales, aunque a veces también
crea composiciones de manera artificial que parecen imitar cuadros. Sus amigos
fueron otro de los motivos habituales de sus obras, a menudo convirtiéndolos en
personajes, así como su familia. De hecho, una de sus modelos preferidas fue
Julia Jackson, su sobrina, que a la postre sería la madre de la famosa escritora
Virginia Woolf.
Igual de original que su vida fueron sus últimos años: en su
vejez decidió volver al continente asiático, en el que había nacido, y se
traslado a Ceilán. Aunque realizo allí algunas fotografías de los indígenas, su
interés por el arte fotográfico fue decayendo, hasta su muerte a finales del
siglo XIX.
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