martes, 10 de febrero de 2015

La fotógrafa de la niebla



Quiero hablaros hoy de una fotógrafa que personalmente me encanta, por sus retratos inocentes y llenos de romanticismo. Aunque nació y vivió durante el siglo XIX, tiene una sensibilidad increíblemente actual. Se trata de de la inglesa Julia Margareth Cameron. Su obra destaca por los retratos de corte artístico, pues la fotografía era en su época todavía un arte reciente y presentaba una gran influencia de los pintores anteriores. Y tomad nota: la famosa escritora Virginia Woolf era su sobrina nieta. Sin duda se trataba de una familia de mujeres adelantadas a su época y muy creativas.

Desde pequeña,  Julia Margareth tuvo una educación elitista, pues aunque nació en la India, por entonces colonia británica, estudio en Paris e Inglaterra. Curiosamente, la  habilidad que la haría famosa empezó en su caso bastante tarde, cuando con 48 años, su hija le regalo una cámara de fotos, un aparato por aquel entonces todavía muy exclusivo, y porque tanto se enmarcaba perfectamente en su vida de aristócrata ociosa. Poco sabía ella entonces que hobbie seria lo que la haría pasar a la posteridad. 






Os pongo varias imágenes para que podáis comprobar el estilo de la autora: como veis, se trata de fotos que parecen nacer de entre las brumas, también como consecuencia de la técnica fotográfica del momento, y que se mueven entre imagen y pintura. Son además estampas con un cierto halo de romanticismo y misticismo que me encanta. Si os fijáis, algunas de ellas parecen retratos del Renacimiento o incluso vírgenes, pues efectivamente, la pintura renacentista y la Biblia fueron influencias directas para ella. Cameron aspiraba a convertir la fotografía en arte y a vincularla con la poesía y la belleza ideal. 

Era una artista muy perfeccionista: repetía las copias una y otra vez hasta que se sentía satisfecha, algo que por supuesto en esa época, en la que la fotografía era extremadamente cara, solamente se podía hacer con los amplios recursos económicos de los que ella disponía. Y a diferencia de otros contemporáneos, jamás retocaba sus negativos, lo que hace que su producción tenga un toque autentico que ha llegado hasta nuestros días. Imaginaos si se concentraba en su trabajo, que a pesar del alto status social del que gozaba, a menudo terminaba convertida en una especie de ermitaña, sucia y descuidada en el vestir. 

A cambio creaba retratos, como estos que ilustran mi post, de una enorme fuerza, en los que parece que intuimos no solamente la parte externa de sus personajes, sino también rasgos de su psicología. Son obras de una belleza increíble, que transmiten paz y tranquilidad. Su sello artístico fundamental es el flou, esa falta de nitidez de la que antes os hablaba. Se cree que, curiosamente, descubrió por azar esa técnica, el enfoque intencional, que dota a sus retratos de un aspecto muy peculiar y diría que hasta poético. Muchos fotógrafos de la época criticaban justamente que, pudiendo aprovechar las mejoras técnicas de la cámara, ella siguiese creando esos retratos desenfocados, pero yo creo que la expresividad y la estética de sus imágenes son innegables. 




Artistas, mujeres desconocidas, niños, hombres de severo rostros… se cuentan entre sus retratados más habituales, aunque a veces también crea composiciones de manera artificial que parecen imitar cuadros. Sus amigos fueron otro de los motivos habituales de sus obras, a menudo convirtiéndolos en personajes, así como su familia. De hecho, una de sus modelos preferidas fue Julia Jackson, su sobrina, que a la postre sería la madre de la famosa escritora Virginia Woolf. 

Igual de original que su vida fueron sus últimos años: en su vejez decidió volver al continente asiático, en el que había nacido, y se traslado a Ceilán. Aunque realizo allí algunas fotografías de los indígenas, su interés por el arte fotográfico fue decayendo, hasta su muerte a finales del siglo XIX.

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